viernes, mayo 22, 2009


La Gula




Había fines de semana en que mi madre se despertaba algo más tranquila y contenta. Salía perfumada de su cuarto con un caminar sereno, atravesaba la sala donde solíamos esperarla y cruzaba directamente para la cocina. Este simple hecho de pasar por nuestro camino sin ninguna preocupación, era para mí un regocijo. Verla feliz era mejor que recibir un abrazo suyo.

Pues bien, en estas mañanas tan especiales, ella se dirigía a la cocina con un proyecto dulce, con su corazón latiendo a un ritmo perfecto, con todos sus pensamientos de madre reunidos. Yo podía adivinarla en estos días, como en ninguna otra ocasión.

Sacaba el azúcar del armario y la leche del refrigerador. Precisamente dos litros de leche y un kilo de azúcar. Los mezclaba en una olla de aluminio mediana que guardaba siempre en el mismo lugar. Era una cacerola antigua que sólo se usaba para esta preparación.

Empezaba este emprendimiento como a las 10 de la mañana. La olla pasaba todo el día sobre una llama muy baja. Y con una cuchara de palo al lado, descansando sobre un platillo de vidrio. Dejaba ahí la mezcla, que se cocía sola, mientras se dedicaba a sus otros quehaceres. Desde la olla sonaban pequeños ruidos de calor, de burbujas rompiéndose, de besos escapándose de la boca.

De repente mi madre reaparecía en la cocina, removía el dulce, lo probaba y volvía a posar la cuchara sobre el platillo de vidrio. Yo acompañaba todo eso de cerca, tras la puerta, de algún macetero, de alguna de estas plantas gigantes que poblaban los rincones de la casa. También me escondía bajo la mesa con mis lápices de colores. Me gustaba asistirla en este vaivén de su rutina dominguera.

A media tarde, cuando la leche ya se había fundido con el azúcar, cortaba un limón por la mitad y dejaba caer algunas gotas ácidas en el postre hirviente. Con eso, las natas se arrugaban y formaban unas pelotitas blanditas por todo el manjar.


Finalmente, a la hora de once, apagaba el fuego. Yo nunca me perdía este soplo del gas interrumpido, un hipo único y corto que daba por finalizada la espera. Antes que se enfriara, mi mamá me regalaba una cucharada recién salida de la olla, la primera de todas. La tomaba sin decir palabra y me iba sola para cualquier parte de la casa.


Creo que ninguna poesía sería capaz de traducir este placer. Eran fracciones del paraíso: mientras el manjar deleitaba mi paladar, mi lengua alcanzaba y tocaba el más preciado de los bienes humanos: el amor.

El amor tiene gusto, tiene olor, tiene textura, tiene azúcar, leche y limón. Caliente o frío es delicioso, y aún más bonito si se le saca del aluminio. Teníamos un pote rosado de cristal, dentro del cual el manjar se guardaba después de frío. Era preciosa esta vasija, sus paredes eran onduladas y contaba con una tapa pesada, del mismo color.

Cuando el día terminaba, y toda la loza ya estaba limpia y ordenada, las luces apagadas y las cortinas cerradas, yo volvía a la cocina. El recipiente quedaba luciéndose en la oscuridad, quieto, sin ninguna fuerza que lo moviera de la noche, de la mesa redonda bajo la cuál yo dibujaba mi niñez.

Era tanto mi aprecio por este manjar, y tan evidente mi fascinación, que en algunas oportunidades me lo regalaban entero. Yo era la dueña absoluta de esta exquisitez. Incluso hasta el día de hoy lleva mi nombre: Manjar de la Claudia. Yo lo comía todo. Primero con cucharitas chicas, después con las medianas, después con los cucharones. Me endulzaba la boca, las manos, el pelo, la ropa, todo. No paraba hasta que el cristal se translucía otra vez. Nunca me hizo mal este exceso, este hecho concreto de amor.

Nunca engordé por comerlo todo, nunca me retaron por no dividirlo con nadie. Nunca me enfermé de la guata, nunca pude ni siquiera asociar este acto exagerado y gastronómico con el pecado. Nunca me arrepentí de esta alegría. Pero quizás, esta mezcla de leche, madre y azúcar, sea mi más importante y maravillosa confesión de gula.



Octavo equinoccio de otoño



Flávia