Historias
de campo
Se murió la mamá y
la ovejita quedó “guacha”. Nadie la quiso, ninguna de las demás ovejas la adoptó. Al pastor no le
quedó otra que ayudarla, y obligaba a las otras mamás a que la amamantaran. Las laceaba
por el cuello, las sujetaba con todo el coraje y le gritaba; “! guacha…guacha…guacha
!”. Y allá venía la ovejita sacudiéndose de felicidad, se agachaba entre las
piernas de las madrastras bravas y las chupeteaba hasta que la vida, blanca y
espesa, le chorreaba por la carita. Terminaba y se echaba a los pies de su
salvador, borracha de leche y gratitud.
El cuidador envió
al pato a la hacienda vecina, donde había dos patas solteras. Pasó por allá dos
semanas, hasta que el vecino lo vino a devolver. Pero llegó cabreado,
desconfiado, sujetando el pato en una de las manos y un huevo negro en la otra. Una de las patas
lo había puesto por la mañana, pero negro como la noche. El cuidador se
espantó con el color inusitado del huevo, llamó a la señora, a los hijos,
hicieron una junta. Se barajaron varias sospechas, incluso la posibilidad de
que un buitre hubiera hecho el “trabajo” en lugar del regalón. Finalmente
decidieron guardar el huevo en el nido de una gallina clueca, de las buenas, de
las que apuestan más por la vida que por la autoría. Y ahí está,
calientito bajo las plumas, esperando a que se trice la cascarita sospechosa y oscura.
El perrito recién
salía de entre las piernas de su mamá. Todo era novedad, la tierra, las flores,
las frutas, el canal lleno de agua fresca y el gatito que le perseguía la cola. No podía caminar
bien, pero brincaba. Saltaba de un lado a otro, gozoso y dispuesto a vivir
todos los maravillosos peligros de la vida. El jeep entró con velocidad en la parcela y
encaró al perrito de frente, como sonriendo con sus dientes de parachoques. El
pequeño siguió su camino, asombrado por este nuevo e inmenso compañero. Fue
todo tan rápido que ni se dio cuenta, cuando, en un brinco más fuerte, saltó
del polvo a las estrellas.
El arbusto había
crecido mucho y estorbaba el paso. Sus ramas se estiraban llenas de espinas y hojas
secas. Era gris como las pesadillas y ensombrecía el borde fresco y verde del
canal. Pero la niña, bajo el sol tímido del invierno, divisó su corazón en el
centro espeso. Desde la fealdad agresiva del árbol, el nido, ya vacío, anunciaba
la vida y el canto.
Se inventó una
casita entre los plantines de jojoba. Tenía todo lo necesario: una pistola de
agua, un polerón, un gorro, una botella llena de jugo y una piedra con forma de
silla. Desde ahí puede contemplar el horizonte cordillerano, el sol más
amarillo del norte y los álamos que le saludan, todos juntos, alborotados de
calor y de viento.