domingo, agosto 23, 2015

IX Jornadas Cervantinas



Cuatrocientos años «impreso y en estampa»: Revisiones y relecturas de Cervantes
19 y 20 de agosto, 2015

Sala de Conferencias Ives Benzi (4º piso)
Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile













...Si la existencia idílica e inalcanzable de Dulcinea es fruto de la esperanza Fundamental de Don Quijote, su cuerpo tosco y terrenal es fruto de la esperanza trivial de Sancho Panza. Es otras palabras, la esperanza del hidalgo, sin apuntar a la salvación religiosa del cristianismo, estaba puesta en un ideal sublime. Al paso que la de su escudero, que no era más que recuperar a su amo de la locura, apuntaba a un interés absolutamente terrenal. Con todo, el encuentro con Dulcinea no estaba en los planos del caballero, como no está en los planos de un creyente encontrarse con su Dios en plena calle. De no haber ocurrido el encuentro en el Toboso, todas las mujeres cervantinas podrían haber sido como Maritornes, feas y bellas al mismo tiempo. Pero, cuando Sancho asegura a su amo que una de las tres mozas aldeanas es Dulcinea, el sueño inalcanzable se encarna, culmina, finaliza. Se solucionan las distancias. Y aun, cuando realmente Dulcinea pudiera volverse de carne y huesos y se presentara frente a nuestro caballero tal cual él la imaginaba en sus delirios, no vería más que una aldeana vulgar, carirredonda, y con olor a ajos crudos. Lo desagradable de la visión no es estético, es existencial. La figura fea y desencajada de la campesina sólo se hace presente porque el engaño de Sancho hace creer a Don Quijote que su ficción ha encarnado y que su objeto de esperanza fundamental está al alcance de sus ojos y de sus manos. Dulcinea encarnada es el fin de la distancia mágica y de la invisibilidad que alimenta la perspectiva quijotesca.  
 El episodio, a las afuera del Toboso, es la bisagra que tuerce la obra. A partir de entonces, la esperanza fundamental en una existencia sublime se desvanece, cediendo casi todo el espacio a las esperanzas triviales y a la muerte. Es cuando el autor, los personajes y nosotros sus lectores, nos vemos frente al tema barroco de la contrarreforma: el mundo como teatro, como ensueño. En este punto, estamos obligados a asumir la complejidad de la vida. Entramos todos en crisis con esta necesidad de diferenciar la ficción de la realidad, lo sublime de lo mundano. Estamos todos llamados a cuestionarnos el tipo de esperanza que nos  anima el espíritu, al lado de Don Quijote de la Mancha.

miércoles, agosto 05, 2015

“La representación emblemática de la esperanza en autores españoles de la Contrarreforma: alegorías de la salvación, la constancia y el interés”





Conclusión



Todas nuestras esperanzas naturales aspiran a realizaciones que son como reflejos y sombras confusas de la vida eterna, como sus inconscientes preludios.
Josef Pieper



A alegoria é instrumento para pôr a alma humana em estado de receptividade poética da unidade invisível. Sua ação termina, portanto, quando a alma entra em contato extático com Aquilo que deseja que esteja além do movimento e da própria forma alegórica.

João Adolfo Hansen


En el corpus del presente trabajo, hemos visto cómo las virtudes y los vicios son representados desde una conformación mixta generada por palabras e imágenes. Es notorio que tanto las imágenes utilizadas como los epigramas evocan lo que quieren representar, pero nunca terminan de definirlo. En algunos casos, son las glosas las que intentan contener mejor el concepto. Como cita Rodríguez de la Flor, de D. Sperber,  “Una representación es simbólica…precisamente en la medida en que no es íntegramente explicitable, es decir significable”  (cit. en R. de la Flor 12).  Esta capacidad humana de comunicarse por medios indirectos y agudos se ve reflejada en las infinitas metáforas - que significan una cosa por otra - utilizadas por el género emblemático.  Como afirmara Tesauro: “… é próprio do homem amar o que admira, mas só admirar a verdade vestida, não a verdade nua” (Cit. en Hansen, Florema 86).  Por lo mismo, hemos visto cómo la esperanza, en cada uno de nuestros autores, se vio representada a través de similitudes indirectas, que relacionan cosas que no participan de la misma forma.
Respecto a las virtudes representadas, tengamos en cuenta que, para el creyente católico, es en torno a las virtudes naturales que gira la vida moral del hombre, mientras  Dios infunde las virtudes teologales. De acuerdo a Santo Tomás, la virtud es lo máximo a que puede aspirar el hombre en sus posibilidades humanas. En otras palabras, virtud significa que el hombre es verdadero: “El hombre virtuoso es tal que realiza el bien obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas” (Pieper, Las virtudes 15). De esta forma, podemos comprender la importancia de los ejemplos citados en el capítulo IV, en que la esperanza se representa en su acepción de constancia. Como también cobran importancia los dos primeros emblemas sobre la salvación de Juan de Horozco: “Esperanza Renovada y “Con fortaleza, silencio y esperanza”. Cada uno de estos ejemplos, está enfocados en las virtudes naturales como sustento de las teologales. En ellos, conocemos el valor de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, que son las cuatro virtudes cardinales, es decir, aquellas virtudes que pueden ser desarrolladas por el hombre para combatir los vicios y para alcanzar los bienes terrenales. En este punto, retomo la idea de esperanza natural o trivial definida por Pieper: las esperanzas naturales (que pueden estar en plural) son aquellas puestas en las metas de esta vida, como la buena cosecha, el trigo abundante y la buena pesca que hemos visto en los emblemas; lo que las caracteriza es que sus objetos se basan en la conciencia de capacidades adecuadas para realizarlo. Por su parte, la esperanza fundamental (en singular) carece de objetos existentes en este mundo y como nos indica Pieper “…sólo se hace tangible cuando ya no se intenta imaginar lo que se espera” (Pieper, Esperanza 27).
Ahora bien, las tres virtudes teologales, en orden de formación del cristiano, tienen la siguiente jerarquía: fe, esperanza y caridad. Las tres son infusas a través de la gracia sobrenatural. Cuando las virtudes naturales se desarrollan en el campo abonado por las teologales, se potencian, elevando y distinguiendo la moral cristiana de la pagana. “La moral sobrenatural del cristiano se distingue de la moral del gentleman, del caballero, por la conexión íntima de las virtudes cardinales con las teologales” (Pieper, Las Virtudes 27). Y es aquí donde se desglosa, para el cristiano, el concepto de esperanza fundamental. Esta esperanza última, cristianamente hablando, es la esperanza teologal. Y su objeto es la segunda venida de Cristo.
“La ejecución del plan divino ha empezado ya, primero en la resurrección de Cristo, luego en el don del Espíritu Santo. La resurrección de Cristo, como “primicia de los muertos” (1Cor 15,20-23) inauguró la era escatológica, ésta continuará infaliblemente hacia su cumplimiento, término final en el que cuántos murieron en Cristo resucitarán a semejanza suya (semejantes por el bautismo). (Sutter 721)
Es importante subrayar que cuando hablamos de esperanza cristiana, hablamos también de temor. Varios de los ejemplos analizados apuntan a este concepto, como “Esperanza Vana” y “Temed a Este” de Juan de Borja y “No muere para morir una y otra vez” de Sebastián de Covarrubias.  Para el cristiano, el temor sólo se hace negativo cuando desordenado y cuando está en oposición al valor. Santo Tomás de Aquino apunta dos pecados contra el valor y la esperanza: el temor desordenado y la antinatural falta de temor. Pero, hay una suerte de temor que no sólo es muy digno, sino que también es necesario a la realidad peregrinante del hombre cristiano. Éste se revela como una necesidad interna de reflexionar cada vez más profundamente, en un camino que se dirige siempre a Dios. Como nos apunta Pieper, la virtud teologal de la esperanza y el temor a Dios se corresponden mutuamente y están intrínsecamente ligados.  “El punto de articulación entre la esperanza y el temor es el amor concupiscible que busca a Dios egoístamente” (Pieper, Las Virtudes 412).
Sobre los conceptos de egoísmo e interés, en la iglesia católica, el capítulo V nos ha ofrecido un buen ejemplo para observarlos en una comprensión teológica. En los emblemas de Antonio Pérez, “Aún en la esperanza” y “En la esperanza hasta este momento”, hemos podido observar la esperanza en sus diferentes etapas de evolución. Pieper nos advierte que el temor, tal como la esperanza, también es un don que evoluciona. Al principio es un “temor de siervo”, que corresponde a un grado imperfecto del amor a Dios. Después, con la gracia, puede elevarse al temor “proprio de hijo”, que es el perfecto. La figura mitológica del minotauro que primero representa la esperanza puesta en el Rey y luego, en el segundo tondo, la esperanza puesta en Dios, nos hace trasladar de un tipo de esperanza a la otra. De una esperanza natural a una sobrenatural. Pero, la esperanza sobrenatural representada en este caso, claramente, es la esperanza teologal aún  imperfecta del amor concupiscible.  La evolución de la esperanza teologal en amor perfecto es lo que el cristiano llama caridad (o la no esperanza), concepto al que no me acercaré en el presente texto, ya que la esperanza representada en nuestros emblemas no alcanza este grado.
Me detengo aquí para resaltar lo que hemos visto sobre la esperanza, en su acepción de interés. Los teólogos católicos, como Josef Pieper, Andrés Rayez y A. de Sutter, consideran la esperanza natural y la teologal (infusa por Dios, pero imperfecta aún) como un movimiento, un progreso que debe ser fomentado día a día. Como un rechazo del desánimo, como fuente de energía y de actividad, como voluntad confiada de vencer obstáculos. Consideran asimismo, que el amor, la esperanza y el temor imperfectos son plenamente aceptados por la iglesia Católica, porque suponen un antesala de la perfección en el camino hacia Dios.
En este mismo sentido, los emblemistas que hemos visto, bajo el testimonio revelador de Santo Tomás de Aquino, también entendían las esperanzas naturales como gracias intermediarias de la esperanza teologal, sobre todo si atraemos el contexto en que estaba insertos: la Contrarreforma. La reforma protestante de Calvino insistía en la predestinación de la salvación y de la condena. En un recorrido cristiano en que la gracia – y no la esperanza – era el camino hacia la vida eterna.
Retomando brevemente el concepto de agudeza, tan importante en la práctica de las representaciones renacentistas y barrocas y entendiendo que los humanistas estaban convencidos de que el espíritu se hallaba cada vez más elevado cuanto mayor fuera su capacidad ingeniosa en el momento de representar uno o varios conceptos, me atrevo a interrogarme si, teniendo esto en consideración, el lector de emblemas acaso no se asemeja al cristiano. En otras palabras, si su agudeza (vestigio de la divinidad) para acceder al subtexto no se asemeja a la esperanza del cristiano (don infuso) en alcanzar la salvación. ¿El concepto retórico de la agudeza no habrá sido, para nuestros autores, uno de los grandes instrumentos de infusión de la esperanza teologal en el género emblemático?
Más allá de esta posible interpretación –objeto de futuras investigaciones- podemos concluir, finalmente, que la virtud teologal de la esperanza en el género emblemático de los siglos XVI y XVII fue representada y difundida a través de las esperanzas naturales cuyas obras, realizadas para alcanzarlas, estaban orientadas por las mismas. Los emblemas apuntan al cristiano virtuoso y esperanzado en los bienes terrenales, como la base necesaria para la infusión de la virtud teologal de la esperanza. El ejemplo de hombre virtuoso, de acuerdo a los conceptos vistos, ni caía en la presunción del estoicismo, ni en la impotencia de los cristianos reformados. Pero por sobre todo recalcaba que al menos parte de su destino estaba en sus manos, dándole la posibilidad de participar en su salvación, en su camino hacia la vida eterna, como enseñan los versos de Sebastián de Covarrubias en su emblema “Agota pero Agrada” del capítulo tres:
No rehusa el trabajo, ni el cuidado / De cultivar la tierra agradecida, / El labrador, molido, y fatigado, / Con solo imaginar, que a la cogida /  Tendrá a un agosto fértil, y abastado. / Con que poder pasar mejor la vida  / Ara, barbecha, siembra, en confianza / De que no saldrá vana su esperanza.