miércoles, enero 26, 2011

Claudine

Atrás de la cama, en la pared, luce un crucifijo de madera. A su lado derecho, una repisa minúscula con una imagen de María y dos rosarios colgados, uno con perlas azules y el otro con perlas rosadas. El cubrecama, amarillo y estampado con flores rojas, extiende un jardín de tela sobre su lecho. Una lámpara, con forma de luna, brilla despacio en la mesita de noche. Nuestras sombras, felices con el reencuentro, se alzan revoloteando hasta el techo de la habitación.

Mis manos están entre las suyas, bien apretadas, nos calentamos mutuamente en esta fría tarde de la vida. Su piel suave cobija la mía y su pelo albo es una nube de paz que reposa sobre su cabeza. Un espejo, con marco dorado, nos refleja durante toda la conversación. Observo de reojo y me pregunto si alguna vez tendré tanta hermosura. Ella sí que es vencedora, bella y juvenil. Lee filosofía y estudia francés una vez a la semana. Su profesora se sienta en la cama, como lo hago yo ahora, y conversan sobre reyes y sobre las misas eternas que ella mandaba a rezar en Paris.

Tiene un piano de cola en la sala, de doscientos años, que luce imponente entre otros muebles antiguos. Pide a mi hija que le toque alguna canción y desde su cuarto, escuchamos la melodía. Mi niña se equivoca en algunas notas, lo que le parece muy gracioso. Se larga a reír con ganas y me advierte que estos instantes, ocupados por los niños, siempre evocan nuestra felicidad.

La venimos a ver porque ha celebrado un cumpleaños más, porque compartimos el amor a la poesía y porque ella está de duelo. Claudine tiene 102 años y acaba de perder al hijo mayor. De repente su rostro tiembla, se le escapa una lágrima y me confiesa: “A veces me dan ganas de morirme al tiro, pero confío de que el tiempo me dará la resignación”.

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