miércoles, enero 26, 2011

Elba


Despierto con mi hija sonriendo al pie de la cama. Trae una carta en las manos, es para Dios y los versos se extienden entre varios dibujos. Dos manzanos llenos de frutos anclan sus raíces al fin de la hoja. En el rincón izquierdo, un sol con lentes oscuros nos sonríe y tres pajaritos aparecen volando sobre la poesía. Está firmada y unos minúsculos corazones lucen, saltando atrás de su nombre.

Me dice que la escribió con fe y que espera respuesta. Nos abrazamos y trato de hacerla comprender que nuestro Señor no acostumbra responder como imaginamos, que talvez Él apenas le hable en su pensamiento de niña. Pero ella está muy esperanzada de que será correspondida, de que el milagro se resbalará en rimas hasta su cuaderno.

A la noche me asomo para darle su beso y su bendición. Ella baja corriendo de la cama y me enseña la hoja arrugada, la abre y me hace releerla. “Ahí está la respuesta, mamá”. La miro desconcertada y le confieso que no logro verla, que sólo veo sus mismos versos y sus lindos dibujos.

Ella me sonríe con paciencia, se levanta y apaga la luz. Se sienta a mi lado, toma la carta en sus manos y me lee la respuesta del cielo. Después concluye: “Para leer a Dios, hay que estar a oscuras, como las estrellas”.

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