viernes, febrero 27, 2009

A la dueña del pie que, creo,
existe.




El pie era maravillosamente blanco, el talón redondo como la mitad de una manzana y los dedos casi perfectos como deben ser los dedos de un pie. Creo que este pie nunca ha sido del suelo. El blanco de este pie era único, un blanco hecho de piel de mujer que no se repite en ninguna otra parte. Y este pie blanco reposaba, deslizado, dentro de una sandalia negra. Una sandalia de charol negro. Una sandalia hecha para este pie: lo recibía como recibe el hombre la mano de la amada. Que suma perfecta hacen un pie blanco y una sandalia negra. Que suma divina hacen este pie blanco y esta sandalia negra. Con un pie así yo ni pensaría en ser poeta. Me bastaría con el pie. Por otro lado, que terrible es tener esta blancura al fin del cuerpo, esto milagro a ras del suelo. Ningún cuerpo es digno de este pie, ni el más hermoso, ni el más casto. (Las uñas que se sabían uñas, eran un brillo minúsculo, un trazo de luz que se expandía en el dedo mayor). Yo nunca pensé en la cara de dios pero en este minuto él podría ser un pie. Este pie alabado por este altar negro. Este pie que traía el espesor del tiempo, blanco y preciso como una escultura.

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