sábado, febrero 28, 2009


La niña y la nuez


Descubrió que el objeto en sus manos, una taza de plástico, cuenta con una extremidad diferente. Un plano redondo y carente de material. Un espacio con menos luz y, por el cual, puede pasar su mano. La introdujo una y otra vez por este sendero recién descubierto. Se dio cuenta de que era un callejón sin salida. Apretaba el fondo con sus dedos y rascaba, con las uñas, la base interna de la taza. La dio vuelta, volvió a pararla con la boca hacia arriba. Tomó una nuez, la llevó hasta encima del nuevo hoyo, la dejó caer. Escuchó el golpe del fruto contra el círculo. Repitió más de una vez el acto. Descubría, por sus propios e inocentes intentos que existe un lado de adentro. Se cansó. Posó la taza y la nuez sobre la mesa. El pensamiento, tan nuevo como su piel, presintió el poder. Su dominio sobre estos dos objetos inanimados. Miró su mano, abrió los dedos como quién percibe un instrumento. Escogió una pera. La volcó contra la misma taza. Trató de guardarla como lo había hecho con la nuez. No pudo. No comprendió. Intentó nuevamente. Juntó las cejas: Esta otra fruta no entra, no cae, no adentra, no estalla. La apretó, con toda su fuerza, contra la boca pequeña. No resultó. Sus instintos, menos jóvenes que su pensamiento, despertaron en desorden. Le salió la rabia, la reacción contra este nuevo sentir, contra el sabor amargo de la impotencia. Lanzó sus riquezas al aire y las vio caer al suelo, castigadas, lastimadas, silenciosas. Lloró. Pidió de vuelta sus pertenencias. Las recuperó y, pegados a ellas, sus poderes y frustraciones. Todos los días recibe, a la misma hora, una nuez, una taza de plástico y una pera. Todavía no se conforma del todo, se enfada, se rebela. Pero, otras veces, se sienta a la mesa como si su pequeño ser ya hubiera nacido maduro. Como si siempre hubiera sabido que una pera no cabe en una taza de té. Mi hija es un país chico que, por tardes, entra en guerra pese a que todavía no tiene ningún enemigo. Le enseño, incansablemente, todos los días: Mañana un adulto estará levantándose desde su mundo reconociendo, disciplinadamente, los tamaños propios y los ajenos, las dimensiones que consigo comulgan y las que divergen, los engaños de la omnipotencia y las infinitas bendiciones de la templanza. La paz, más que al alcance de mis manos, crece en la cuenca vasta de mis brazos.
Flávia Álvares

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